ABSOLUTISMO DE ESTADO; Las Iglesias de Estado

De Dicionário de História Cultural de la Iglesía en América Latina
Ir a la navegaciónIr a la búsqueda

Antecedentes

La fórmula «cuius regnum (et) ejus religio» aparece testimoniada por vez primera en las «Institutiones Iuris Canonici» (1559) del luterano Joachim Stephani (1577-1623): “Ideo hodie religionem regioni cohaerere dici potest, ut ‘cujus’ sit ‘regio’ hoc est ducatus, principatus territorium, se ujus territorio, ejus etiam sit ‘religio’, hoc est jus episcopale seu jurisdictio spiritualis”. En tal fórmula jurídica se traducen precedentes de hecho que, reflejan el «sua cuique civitati religio est, nostra nobis» de Cicerón, y testimonian cómo el protestantismo regresaba, en el fondo, a la solución precristiana de las relaciones entre la Iglesia y el Estado.

Lutero, en su intento de limitar o encauzar las divisiones religiosas nacidas del movimiento suscitado por él mismo, había confiado al príncipe una doble misión: negativa, de defensa del puro Evangelio, de represión de los falsos cultos y de los herejes; positivo, de controlar toda la organización eclesiástica, para reformar los abusos y para promover directamente, incluso con la fuerza («cogendi sunt ad conciones») la nueva Palabra (= la doctrina reformada).

La primera de estas misiones la encontramos documentada, por ejemplo, en una carta del 11 de noviembre de 1525 a Spalatino,[1] quien habiendo pedido al elector de Sajonia prohibir a los canónigos de Altenburg la celebración de la Misa, se había encontrado con la respuesta de estos diciéndole que el príncipe no tenía derecho de entrometerse en las cosas espirituales. Le escribe por ello Lutero: “Ya que los canónigos reconocen que los príncipes tienen derecho en las cosas exteriores, se condenan de por sí. De hecho, los príncipes deben reprimir los crímenes públicos, los perjuros, las blasfemias claras del nombre de Dios”.[2]

Puesto que la Misa -añade Lutero a Juan de Sajonia- es blasfemia pública de la majestad de Dios, por motivos de orden público, “un príncipe secular no debe tolerar que sus súbditos sean inducidos a discordia por predicadores rivales, de lo que podría temerse tumultos y facciones, sino que en un lugar no debe existir que una sola predicación”.[3]Tal es la frase que contiene sustancialmente el principio que inspirará los artículos 10 y 11 de la paz de Augusta, y que se expresará más adelante en la fórmula citada.

La instrucción según la cual, por petición de Lutero (1527) el elector de Sajonia se regula en las «visitas eclesiásticas», no hace otra cosa que documentar la segunda obligación del príncipe evangélico, y precisamente en conformidad al dicho que lo convertía en defensor de la unidad religiosa en su territorio.

Pero de Lutero y demás innovadores luteranos alemanes, al «ubi unus dominus, ibi una sit religio» que sale de las discusiones de Augusta (20 de septiembre de 1555), a las formulaciones de los canonistas luteranos del principio «cujus regio, ejus et religio», se asiste al proceso por el que el príncipe llega a ver sus atribuciones eclesiásticas propias siempre menos como un deber suyo de «praecipuum membrum Ecclesiae» cuanto más bien como una consecuencia normal de su soberanía temporal. Es decir, que a la «cura religionis» se le va sustituyendo, bajo la acción de los juristas, con lo que más tarde se llamará «jus circa sacra».

La fórmula define lo que se llamará después el «territorialismo», el despotismo religioso del nuevo Estado soberano nacido sobre las ruinas de la «christianitas» (la unidad cristiana católica). Y revuelve, por lo tanto, el axioma sobre el que ésta se fundaba, en la subordinación del derecho civil y de la persona del príncipe a la unidad de la fe: «una fe, una ley, un rey».

Con la crisis protestante sólo le es concedido al príncipe la libertad religiosa; a los súbditos, al máximo, se les concede el «beneficium migrationis» de un territorio a otro. Esta política fue instaurada en todos los territorios (reinos y principados) donde se impondrá la reforma protestante, tanto luterana como calvinista, con frecuencia por conveniencia política por parte del príncipe o de grupos restringidos detentadores de dicho poder.[4]

Se da otro paso importante en la concepción del Estado absolutista. A la concepción feudal medieval del estado patrimonial y pactista entre el príncipe y el pueblo, sucede la concepción absolutista del Estado en los diversos reinos o principados. Según esta concepción absolutista, el Estado no es expresión de una patria o de una nación, sino de la propiedad dinástica del soberano a los que sus súbditos deben fidelidad en cuanto él detenta un poder que le viene de Dios y no es un poder que recibe naturalmente de quien lo detiene según la ley natural que es la sociedad como sujeto de derechos inalienables.

El Estado en esta concepción no expresa por lo tanto la personalidad del pueblo o de sus libres ciudadanos, sino que es la personificación del soberano: «el Estado soy yo», de Luis XIV de Francia, o el «Yo el Rey» como firman comúnmente los reyes de esta época, especialmente los borbones españoles que expresan lapidariamente esta concepción. Tal concentración de poderes se comprende en el momento de la formación de las monarquías nacionales y de su consolidación contra los enemigos internos y externos en la concurrencia de la política de los Estados europeos que en esta época se van consolidando.

La «razón de Estado», consolidación del absolutismo

En la concepción absolutista del Estado, el criterio fundamental que regula las relaciones con sus súbditos, con los diversos estamentos del mismo, y con los otros Estados es la «Razón de Estado». Esta se concibe como norma de la acción política y ley motora del Estado para conservarlo vigoroso y fuerte.[5]El Estado así concebido encuentra en sí mismo el criterio moral último de sus obras. Es autocrático, autárquico y autoreferencial.

En base a esta concepción, la «Razón de Estado» no deduce su justificación de una norma superior de moralidad, sino que encuentra en sí misma su plena justificación. Actúa para lograr aquel fin: el bien del Estado, y los medios para conseguirlo se justifican por el fin. Ello lleva al imperialismo estatal también en campo religioso.

Esta actitud lleva en la práctica a diversos tipos de regalismos y jurisdicionalismos, paralelos y concordantes en muchas de sus posiciones con diversas doctrinas eclesiológicas no sólo en el mundo doctrinal y político protestante tanto luterano como calvinista, sino también en el campo católico como el galicanismo, el jansenismo y el febronianismo, que revisten formas episcopales y políticas específicas y que constituyen la base de las respectivas concepciones estatales. Una reacción contra esta concepción absolutista del Estado se madurará muy lentamente y desembocará en la concepción del Estado como expresión del pueblo (Estado constitucional).

El regalismo o jurisdicionalismo

En el siglo XVIII el regalismo o el jurisdicionalismo, que son formas expresivas del absolutismo de los soberanos ante la Iglesia para justificar sus intromisiones y controles del Estado en los asuntos eclesiásticos, predominan en los sistemas políticos de todos los Estados europeos, tanto protestantes como católicos y revisten modalidades e historias peculiares específicas en los Estados confesionalmente católicos como en Francia con el galicanismo político; en Austria y en el ducado de Toscana (Italia) con el josefinismo; en España y Portugal con el regalismo; en Nápoles y en el ducado de Parma (Italia) con el jurisdicionalismo, y en general en todos aquellos Estados donde reinan los Borbones.

Se dan conexiones de estos regalismos con otros fenómenos de tipo religioso y espiritual como el galicanismo eclesiológico y el jansenismo político, que alcanzan niveles muy acentuados a lo largo de la edad ilustrada del siglo XVIII. El jurisdicionalismo y el regalismo coinciden en el fondo como concepciones del Poder político en todos los Estados citados, y se puede decir que el Poder en todos los Estados o Reinos católicos de la Europa ilustrada viven bajo tales concepciones y desarrollan estas teorías sistemáticamente en el siglo XVIII con el llamado despotismo ilustrado, por lo que el soberano se asumía el deber de proteger a la Iglesia en su Estado en todos los ámbitos, imponiendo un estricto control sobre todas las actividades y estructuras eclesiásticas; tendiendo así a reducir a la Iglesia, en cuanto les era posible, en un «instrumentum regni», en un instrumento para ejercitar el propio Poder en todos los ámbitos, también en el específicamente eclesiástico.[6]

No habían faltado a lo largo de la Edad Media intentos por parte del Estado en la Europa cristiana por invadir la esfera de acción de la Iglesia. También en medio de los contrastes más fuertes sobre los límites de las respectivas competencias quedaba firme la convicción de un necesario dualismo, y de la coordinación mutua de los dos poderes hacia un único fin último.

La situación cambió en la edad moderna, con la tendencia a la formación de «iglesias nacionales» (idea expresada en la fórmula latina: «dux Cliviae est papa in territoris suis», la ruptura de la unidad europea, la génesis del Estado absoluto. Entre los dos fenómenos del Estado absoluto y el jurisdicionalismo se da una causalidad recíproca.

En los soberanos del siglo XVI, como Felipe II de España, la intervención en el campo eclesiástico fue determinada por intenciones serias y buenas, pero las cosas cambian en el siglo XVIII; sobre todo cuando las conductas y las decisiones de los príncipes se inspiran en la mentalidad ilustrada y laicista hostil a la Iglesia del siglo de las Luces, que se estaba gradualmente formando. El Estado absoluto proclamaba su respeto por las prerrogativas divinas de la Iglesia, pero quería limitar o abolir los varios privilegios temporales que la Iglesia había desarrollado a lo largo de la historia (inmunidades locales personales, derechos feudales), para reducirla únicamente al foro interno: le negaba de hecho toda independencia.

Tras los duros conflictos sostenidos por San Carlos Borromeo en Milán para imponer la aplicación de las decisiones del Concilio de Trento, y tras la larga lucha entre Paulo V y la República de Venecia acabada sustancialmente con la victoria de la República, los principios del jurisdicionalismo fueron expuestos sistemáticamente en el siglo XVIII por varios autores como: Bernardo van Espen (+1728), Nicolás Hontheim [Febronio], su discípulo (+1790), Pietro Giannone (+1748), Bernanardo Tanucci (+1783), Ritter von Riegger, cuyas «Institutiones ecclesiasticae» (Viena 1765) fueron manual obligatorio en Austria para la formación de los eclesiásticos; Pedro Rodríguez de Campomanes (España).

Estos principios fueron aplicados con mayor o menor rigor por Luis XV de Francia (con el galicanismo político), por los reyes Borbones de España, especialmente por Carlos III con el que el regalismo llega a su zenit en la monarquía española; por Leopoldo I de Toscana; por el ministro de Carlos III en Nápoles, Tanucci; por Victorio Amadeo II en el Piamonte con los ministros D’Ormea y Bogino; por el emperador José II en Austria (josefinismo).

Por una parte, el Estado absoluto reconocía a la Iglesia algunos privilegios, y por otra en cambio exigía un control total de la misma. La religión católica era reconocida como la única verdadera; se admitía la validez civil de la legislación canónica; así se reservaba a la Iglesia la jurisdicción sobre el matrimonio. La instrucción, las obras de caridad y de asistencia estaban bajo el control de la Iglesia, que en la práctica era quien se preocupaba prácticamente de estos campos en su totalidad. A la Iglesia se le reconocía el derecho de poseer y administrar su patrimonio, pero sólo dentro de los límites y con los vínculos impuestos por la autoridad civil.

Los supuestos «derechos» del Estado regalista sobre la Iglesia

Los pretendidos derechos del Estado absoluto ante la Iglesia (ius circa sacra) estaban aproximadamente clasificados de la siguiente manera:

  • «Ius advocatitiae o protectioni» (dirección) de la Iglesia: prerrogativas de suprema majestad con la finalidad de defender a la Iglesia, el Estado protegía a la Iglesia de posibles herejías, apostasías y cismas, era «custos et vindex canonum». Los no católicos estaban por lo tanto excluidos de los cargos civiles y políticos.
  • «Ius reformandi»: facultad de actuar las reformas necesarias para el recto desarrollo de la actividad de la Iglesia, de eliminar posibles abusos, de admitir o no en el Estado nuevas sociedades (órdenes) religiosas, de conceder o no a los disidentes la «devotio domestica y el ejercicio público de la religión (Cura religionis).
  • «Prerrogativas» con la finalidad de defender al Estado de intromisiones o iniciativas de la Iglesia que lo pudiesen menoscabar; se trata del llamado «ius cavendi» de las acciones eclesiásticas.
  • «Ius supremae inspectioni»s en la administración eclesiástica: facultad de limitar las relaciones entre los entes eclesiásticos locales y la Santa Sede, de vigilar concilios y misiones, de suprimir entes considerados inútiles o dañosos, de controlar la emisión de los votos religiosos, la enseñanza en los seminarios y en las escuelas dirigidas por las autoridades eclesiásticas, la adquisición y administración de los bienes de la Iglesia, etc…


Para llevar a cabo estos pretendidos derechos usa los medios e instrumentos jurídicos siguientes:

  • «Ius nominandi»: presentación a la Santa Sede el candidato al episcopado e incluso nombrarlo directamente.
  • «ius excludendi» (de los prelados vetados): veto puesto al nombramiento de posibles candidatos no gratos al Estado por motivos diversos.
  • «regium placet» y «exequatur»: consentimiento exigido en cada caso para permitir las publicaciones de los Actos del Papa, en el primer caso, y de las autoridades eclesiásticas locales en el segundo.
  • «Ius appellationis» o «appellatio ab abusu»: eclesiásticos y laicos tenían el derecho o facultad de recurrir al Estado contra provisiones de las autoridades eclesiásticas, que podían ser anuladas por el Estado.
  • «Ius circa temporalia officii»: derecho de secuestrar las rentas de oficios o beneficios cubiertos por personas no gratas políticamente o incapaces de administrarlas.
  • «Ius dominii eminentis»: el soberano, como propietario eminente de todo el territorio del Reino o Dominios de su Estado podía establecer impuestos sobre los bienes eclesiásticos y apropiarse de los frutos de los mismos durante la «vacatio» (cuando la sede se encontraba vacante).
  • «Ius patronatus»: derecho de nombramiento de los superiores o prelados de las abadías y de los conventos. Este último derecho podía ser reconocido también a familias de la nobleza que ejercitaban una particular protección o por fundación u otros motivos legales sobre tal institución o convento. Se encontraba en estrecha relación con la institución de las « encomiendas» eclesiásticas (que nada tienen que ver con el sistema de encomiendas civiles introducidas tras las conquistas en el Nuevo Mundo durante los primeros tiempos y que luego fueron abolidas).

El rey o quien gozaba del derecho de patronato sobre una abadía podía nombrar titular de una de ellas a un individuo cualquiera, también laico, como «abad comendatario». Este percibía las rentas de la misma, dejando a un prior, escogido por él, la dirección efectiva del monasterio, con frecuencia reducido a estrecheces a pesar de los frutos que podía tener y que así eran desviados de la finalidad primera de la fundación. Príncipes y nobles se servían así de las instituciones eclesiásticas como de una colocación segura y fácil para sus protegidos (parientes o amistades…).

  • «Amortisatio» (sobre los bienes eclesiásticos): sobre la base de los principios señalados el absolutismo regalista intentó legislar sobre las órdenes religiosas, suprimiendo las menos dóciles a sus intenciones; incauta los bienes eclesiásticos, intenta insinuar sus propias visiones teóricas en las universidades, en los colegios y escuelas superiores e incluso en los seminarios. Estas posiciones fueron aplicadas en todos los países regalistas.

La Revolución francesa las aplicará con rigor radical desde los comienzos; los regímenes liberales hostiles a la Iglesia en los siglos XIX-XX lo harán en todos los países, y en el caso de los nuevos Estados independientes de Iberoamérica su aplicación fue prácticamente universal y extendida a todos los campos.

Junto a estos derechos codificados, aunque nunca reconocidos por el Papa, el Estado regalista había encontrado otros medios para dominar mejor la vida eclesiástica en sus territorios. Estos son algunos ejemplos:

  • Presión para obtener el nombramiento de candidatos propios al cardenalato, aunque a veces no fuesen dignos. Los cardenales gozaban de ricas pensiones y se convertían en representantes oficialmente reconocidos de los intereses de los soberanos católicos. Con frecuencia el embajador español o francés en Roma era un cardenal, muchas veces más preocupado por los intereses de su país que de la causa de la Iglesia; así, por ejemplo, el cardenal Acquaviva, embajador de España en tiempos de Benedicto XIV; el embajador de Francia, cardenal Bernis, en tiempos de Luis XV y del papa Clemente XIV, dócil instrumento del rey para imponer al papa los planes de su soberano.
  • También los cónclaves fueron escenarios frecuentes de las luchas políticas en el nombramiento del futuro papa; las Potencias ejercitaban esta presión a través del pretendido derecho de veto; en los consistorios, para controlar los nombramientos de los cargos eclesiásticos más importantes y las mayores decisiones de la Santa Sede. Un ejemplo escandaloso de esta intervención regalista en su máxima expresión fue la presión ejercida por el gobierno regalista de Carlos III en el proceso de supresión de la Compañía de Jesús, impuesta prácticamente por aquel gobierno que incluso llegó a preparar y dictar el Breve de la misma a Clemente XIV.[7]
  • Presión sobre las Órdenes religiosas: su exención y su dependencia de Roma era malamente tolerada por los Estados regalistas; por lo que los Gobiernos intentan al menos influir la elección de sus generales, con frecuencia sin lograrlo, y con mayor probabilidad de éxito en los cargos importantes de las mismas dentro del Estado, como vicarios, comisarios generales, provinciales, priores y otros cargos. Por ello, se da el hecho de que, para evitar este intento de control, la elección de muchos de estos cargos importantes caía de propósito sobre individuos provenientes de pequeños Estados, italianos o alemanes, preferentemente a los que podían venir de los Estados español o francés.

Incluso se llega inútilmente al intento de independizar del general el ramo de la orden residente en el propio Estado, con el nombramiento de un vicario, que en el caso de España logra en algunos casos: no logrando en la consecución de un mayor control, los gobernantes regalistas rodean las órdenes religiosas con un clima o atmosfera de sospechas, de desprecio y desconfianza; buscan así paralizar el apostolado libre de las mismas y limitar el reclutamiento con medidas diversas


Por su parte, la Iglesia reaccionó ante estas posiciones del regalismo intentando defenderse de los controles señalados. Entre los modos empleados en esta ardua empresa se pueden señalar los siguientes:

  • La Iglesia intenta defenderse de las continuas y programadas intromisiones del regalismo en su vida como podía. Uno de esos modos fue el procurar introducir en el ámbito de los consejeros del Soberano personas de confianza o de fidelidad intachable hacia la fe eclesial; en ello cabe recordar el cuidado especial en procurar los nombramientos del predicador de la Corte y sobre todo del confesor real, personas que debían recordar al soberano sus deberes. La posición del confesor real era una posición de suma delicadeza y misión no fácil. Se encontraba con frecuencia entre la espada y la pared, y a veces no le quedaba más remedio que el de escoger el mal menor.

Los confesores reales de este periodo regalista son muy conocidos en la historia precisamente por este delicado papel que tuvieron que ejercer, a veces con éxito positivo, otras con una muy dudosa y controvertida actuación, como fueron los casos bien conocidos del confesor de Luis XIV, el jesuita François d'Aix de la Chaise (1624 –1709); o el de Carlos III de España durante 27 años, el franciscano P. Joaquín de Eleta y la Piedra (1707-1788), en el tema de la supresión de los jesuitas en los dominios del Imperio español por Carlos III.

Otro medio más eficaz fue el de la educación de las futuras clases dirigentes, desarrollado especialmente por los jesuitas, y motivo, entre otros, de su supresión en el Imperio de la España de Carlos III y no sólo en ella. Otras órdenes religiosas se distinguieron también en este campo educativo creando numerosos centros educativos de notable calidad. Pero esta acción logró resultados sólo parciales, y no siempre los antiguos alumnos de sus escuelas correspondieron a las esperanzas que sus antiguos maestros religiosos habían depositado en ellos, a lo que hay que añadir los celos que predominaron en algunos de los responsables directos de la supresión, por ejemplo, de los jesuitas en España. En España Campomanes, uno de los responsables máximos de su supresión, se habían considerado discriminados en su camino educativo por aquel sistema.[8]

Por parte de la Santa Sede, ésta intentó también con la vía concordataria con los Estados regalistas establecer ámbitos de cooperación equitativa y de alcanzar una libertad de acción de la Iglesia en el propio campo. Se señalan entre otras iniciativas pontificias en tal campo las actuaciones de Inocencio X (1644-1655) y su juicio sobre la paz de Westfalia (1648); la sucesiva de Alejandro VII (1655-1667); la de Inocencio XI (1676-1689) ante Luis XIV de Francia; la llevada a cabo con el primer Borbón de España, Felipe V (1700-1746), y la Guerra de sucesión española (1700-1713); los diversos intentos que Benedicto XIV (1740-1758) intenta llevar a cabo en sus difíciles relaciones con los Estados regalistas católicos, los intentos fracasados de Pío VI (1775-1799) con el emperador del Sacro Romano Imperio José II Habsburgo (1765-1790).

Por parte de algunos teólogos católicos los debates sobre el tema fueron muy vivos. Con frecuencia en la Francia de esta época están muy unidos a las polémicas con galicanos y jansenistas, llevadas a cabo sobre todo por la Compañía de Jesús y que con el tiempo serán también motivos que impulsarán a los Gobiernos regalistas a buscar y obtener su supresión en sus respectivos territorios.

Pero a partir del siglo XVII, el tema de debate candente en estos teólogos fue el del poder divino de los reyes. Entre ellos, ya hemos señalado al jesuita [san] Roberto Belarmino, que niega la transmisión directa del poder político a una persona por parte de Dios; o del otro gran filósofo y teólogo jesuita Francisco Suárez, de la Escuela Jurídico-teológica de Salamanca, que propone una tesis que opone al absolutismo las justas exigencias democráticas: en la otorgación de un poder político soberano es necesaria la intervención de la sociedad: en el campo político el poder viene de Dios mediante la sociedad, el pueblo. No hay que confundir el origen del poder político con su ejercicio.

Según la idea de la filosofía escolástica, el bien común debe culminar en la sociedad. Suárez llega incluso a sostener que la nación tiene el derecho de “defenderse con la rebelión, si el príncipe viola el pacto, por el que el poder le es transmitido”. El ejercicio del poder se encuentra por lo tanto subordinado al consentimiento del pueblo.

Se debe notar el protagonismo de la Compañía de Jesús sobre algunas posiciones teológicas, filosófico-políticas, etc., y se entiende también porqué los jansenistas y cuantos defendían las prerrogativas del Estado regalista y absolutista en siglo XVIII, y más tarde a lo largo del siglo liberal (XIX) y en el mismo siglo XX, tendrán una especial ojeriza sobre la Compañía de Jesús, queriendo con su expulsión o extinción eliminarla de la vida de la Iglesia y de la Sociedad ofreciendo diversas motivaciones, pero con medios generalmente iguales y en el fondo con el mismo objetivo. Incluso llegan a crear el sustantivo «jesuitismo», con un sentido despectivo de conducta cautelosa basada en ciertas dobleces mentales.[9]

El jurisdicionalismo en sus variadas formas intentó atar a la Iglesia al régimen absoluto, de colocarla como una fuerza viva en el sistema político-social-económico de la época, y en buena medida lo logró. Toda la condición del Papado y del episcopado sufrió sus consecuencias: mientras se mostraba a la Iglesia una reverencia exterior, su libertad e independencia eran sofocadas en gran parte, y la acción pastoral era paralizada.

Gran parte de las energías de la Iglesia, durante dos siglos, se consumaron en una lucha continua, en una difícil lucha por mantener su propia independencia. La batalla era difícil también porque el enemigo ocupaba los puestos de mando. La Revolución francesa arrastró a esta situación, pero por una reacción demasiado natural llegó a un exceso opuesto, a la disociación de las dos fuerzas entonces unidas de manera excesiva. Al privilegio sucedió el derecho común, a la unión la separación, que algunos católicos, recordando las antiguas humillaciones, acogieron sin demasiada añoranza”.[10]

NOTAS

  1. Georg Burkhardt, o Burckhardt, llamado Spalatino (Sapalt, 17 de enero de 1484- Altenburg, 16 de enero de 1545): humanista, jurista (Erfurt) y teólogo luterano, en la corte principesca de Sajonia desde 1514, fue capellán del elector Federico III el Sabio y luego colaborador de Juan el Constante. Había recibido la ordenación sacerdotal en 1508; llega a ser amigo y colaborador de Lutero contribuyendo en la introducción de la Reforma y en la organización de la Iglesia luterana en Sajonia; participó luego en la Confesión de Augusta de 1530, pasando los últimos veinte años de su vida en Altenburg donde desarrolló el oficio de pastor luterano.
  2. ENDERS, Luther’s Briefwechesel, Stugart, 1893, V, p. 272.
  3. DE WETTE, Dr Martin Luthers Briefe, III, Berlin 1827, p. 89.
  4. Cf. P. CHIOCCHETTA, Cujius Regio, ejus et Religio, en Dizionario Storico Religioso, Ed. Studium, Roma 1966, pp. 230-231; IDEM, Cura religionis, Jus circa sacra, DSR, pp. 235-236; J. LECLERQ, Les origins et le sens de la formule “cujus regio ejus religio”, en Rech. De sc. Rel., 38 (1951-1952) 118; ID., Historire de la tolerance au sècle de la reforme, Paris 1955, passim.
  5. MEINECKE FRIEDRICH La idea de la Razón de Estado en la historia moderna. Ed. Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, Madrid, 2014
  6. Cf. MARTINA, Giurisdizionalismo, en DSR, p. 391-393, al que seguimos en estas observaciones.
  7. La Compañía de Jesús fue progresivamente suprimida: desde Portugal a Nápoles, pasando por Francia y España y el centro y norte de Italia. Fue eliminada en todos los Estados católicos del Mediterráneo hasta su supresión total por parte de Clement XIV: Pombal en Portugal (1759) (pretextos las " Reducciones” del Paraguay y otros argumentos fabricados en Brasil); Choiseul y el Parlamento en Francia (1764); Kaunitz en Austria; Carlos III en España (1767) impulsado por sus minisstros: Campomanes ("Dictamen fiscal"), el conde de Aranda, Roda, Moñino; Tannucci en Nápoles; Du Tillot en Parma, Piacenza: expulsados de los Territorios bajo los Borbones (1767-68); Malta (1768). Supresión en toda la Iglesia: Clemente XIII [Carlo Renzonico, 6/7/1758 - + 2/2/1769) resiste a las presiones para su supresión por parte de los Gobiernos. Muere en 1769. Le sucede Clemente XIV [Lorenzo Ganganelli ofmconv) (19/5/1769 - 22/septiembre 1774). La llegada a Roma de Moñino, embajador de España, en 1772, muy hábil, cambia una situación de titubeos por parte del Papa, antiguamente amigo de los jesuitas, pero que se era gradualmente alejado de ellos. Moñino presionó fuertemente al Papa, con la colaboración del embajador francés, el cardenal De Bernis, que amenazó al Papa con la supresión de todas las órdenes religiosas. Al final el Papa se rindió y ordenó preparar el Breve de supresión (¡no una Bula!), ejecutado bajo las indicaciones del prelado español Zelada, sobre el esquema preparado por Moñino. A principios de enero de 1773 el Breve ya estaba prácticamente listo. El último apoyo a los jesuitas, el de la emperatriz María Teresa de Austria cae cuando Francia pone como condición al matrimonio de María Antonieta, su hija, con el delfín de Francia, el abandono de los jesuitas a su destino. Se llega así al Breve "Dominus ac Redemptor" del 12 agosto de 1773, anti fechado al 21 de julio. El Prepósito General de la Compañía, p. Lorenzo Ricci, fue encarcelado injustamente en el Castel Sant'Angelo, donde morirá en 1775, solo y víctima de humillaciones de todo tipo, sosteniendo hasta el último momento que la Compañía non había dado motivos para ser suprimida. El texto del Breve recuerda las acusaciones contra la Compañía de Jesús, pero sin entrar directamente en ellas, y justifica la supresión apelándose a la necesidad de una paz duradera, imposible hasta que la orden permaneciese viva, y al interés de sus miembros que podrían así ocuparse con mayor fruto en otros varios ministerios. Testo latino del breve en Bullarii romani continuatio, V, Prati 1845, pp. 619-629. Según la praxis entonces vigente un documento pontificio entraba en vigor allí donde el documento era aceptado por el Estado; tratándose de un “Breve” sólo entraba en vigor donde era aceptado. No lo fue en Prusia y en Rusia, por lo que la Compañía sobrevivió en estos Estados. Cf. INGLOT Marek, S.J., La Compagnia di Gesù nell'Impero Russo (1772-1820) e la sua arte nella restaurazione generale della Compagnia, PUG, Roma, 1997.
  8. Pedro Rodríguez de Campomanes y Pérez-Sorriba, primer conde de Campomanes (1723-1802): entre sus numerosas obras de carácter histórico y jurídico destaca: Tratado de la regalía de amortización (1765).
  9. Así se expresa el Gran Diccionario de la Lengua Española © 2016 Larouse Editorial, S.L.
  10. Cf. G. MARTINA, Giurisdizonalismo, en Dizionario Storico Religioso, pp 391-393.

BIBLIOGRAFÍA

AA.VV. Gran Diccionario de la Lengua Española 2016 Larouse Editorial, S.L.

CHIOCCHETTA,P. Cujius Regio, ejus et Religio, en Dizionario Storico Religioso, Ed. Studium, Roma 1966


DE WETTE, Dr Martin Luthers Briefe, III, Berlin 1827

ENDERS, Luther’s Briefwechesel, Stugart, 1893

LECLERQ, J. Les origins et le sens de la formule “cujus regio ejus religio”, en Rech. De sc. Rel., 38 (1951-1952) 118; ID., Historire de la tolerance au sècle de la reforme, Paris 1955, passim.

MAREK, INGLOT, La Compagnia di Gesù nell'Impero Russo (1772-1820) e la sua arte nella restaurazione generale della Compagnia, PUG, Roma, 1997.

MEINECKE FRIEDRICH La idea de la Razón de Estado en la historia moderna. Ed. Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, Madrid, 2014


FIDEL GONZÁLEZ FERNÁNDEZ